Sin percatarme había caído en un sueño profundo. Abrí los ojos; el bus estaba estacionado en aquel camino polvoriento. Al lado de mi ventana estaba un caballo en pie bajo la sombra de un árbol de mango, descansando del sol abrasador y observándome con semblante sereno. Su mirada tenía una chispa de nobleza que me contagió de inmediato, era una eterna meditación, como una constante plegaria que se movía entre su presente y pasado. Eché un vistazo fugaz específicamente sobre su robusto lomo color café claro, en el que cargaba abultados sacos llenos de ajonjolí y un asiento de cuero que servía para posar y transportar las pesadas ambiciones egocéntricas de otro animal que aparentaba dominarlo a él (Homo sapiens sapiens).
Continuaba analizando la figura de aquel fuerte animal, pero de espíritu ligero. Los segundos en aquella parada al lado de la carretera pasaron lentos, y en eso me internaba más en la existencia del caballito moreno. Llegué a pensar cómo aquel lomo fornido era también el legado de otras generaciones anteriores que cargaron a emperadores, generales, rebeldes o capitanes en tierras cubiertas de guerras y batallas. Su piel era también la herencia de otras pieles que empujaron por lodazales riquezas y carruajes de las realezas de un viejo mundo. Su inteligencia era un reflejo que se destellaba en sus ojos acallados, una capacidad de razón que provenía de la supervivencia que muchos de sus antepasados fueron perfeccionando en los amplios campos verdes donde cabalgaban juntos y libres mientras eran testigos de cómo se construía el planeta. Todo la esencia de aquel cuadrúpedo que veía en frente, iba abriendo trocha en mis reflexiones de viaje a través de la mesetas volcánicas del Pacífico nicaragüense.
Sin embargo, a pesar de todo este esfuerzo por ir reconstruyendo el camino ancestral de ese caballito humilde, este continuaba tan sereno como si no se diera cuenta de todos esos detalles. Seguía siendo tan fiel a su domador y a los quehaceres de la vida rural de aquellos rumbos, mientras mantenía su contemplación del espacio-tiempo tan sencillamente. La figura de ese bello animal acalló de un solo respiro mi alma ansiosa, despedazada por la idea inevitable de una vejez cada vez más cercana y en plena soledad.
Mientras el viejo bus arrancaba de nuevo, seguí volteando a ver al animalito hasta no verlo más. Y seguí pensando en él por unos cuantos minutos. Llegué a comprender que los elementos básicos o pequeños de cualquier ser vivo pueden ser enormes y necesarios para útiles lecciones de vida. En eso me dije mentalmente: «Materia viva y pensante, hermoso ejemplar aquel caballito. Esa es la función de todo ser vivo: callar y enseñar».